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Crónica testimonial, humana, redactada por Eneas Marrull, en un estilo tragicómico, muy original, publicada en la revista «Caretas» con motivo del Día del Padre . En la foto el autor con su padre
(Crónica desventurada de un cronista aventurero)
Yo suelo quedarme muy asombrado cuando encuentro muchachos y chicas que dicen muy sueltos de huesos que sus padres jamás les pegaron porque, que yo recuerde, mi padre jamás dejó de pegarme. La primera tanda que recibí se pierde en la noche de los tiempos. Y probablemente fue por alguna inocente travesura que cometí cuando todavía gateaba y solía mirar por debajo de la falda a una tal señorita Hortensia. Pero la primera cueriza, que todavía me duele, fue cuando me puse a escribir unos versos al estilo de Bécquer.
Mi padre, un auténtico héroe civil en la lucha contra el infortunio, pertenecía a esa nefasta raza de hombres nacidos para trabajar hasta el sacrificio, y no contento con eso pretendía hacernos herederos de esa obsesión diabólica. Como es fácil deducir temió que me dedicara a poeta (lo cual en su diccionario era sinónimo de ocioso) y decidió liberarme de la seducción de las aladas musas a trompada limpia. Así, de esta expeditiva manera, la lengua castellana perdió tal vez a uno de sus más preclaros vates.
Otra golpiza, que tuvo los efectos de un terremoto devastador, ocurrió cuando -infeliz de mí!- le comuniqué entusiasmado que me había matriculado en una academia de teatro. Una soberana paliza me convenció, con argumentos sólidos y contundentes, que no había nacido para los aplausos del público culto y exigente.
Otra zurra feroz me acometió como un huracán endemoniado cuando tenté el género epistolar, estimulado por las turbulencias románticas de mi febril adolescencia. La apasionada carta, escrita en una noche de insomnio y de suspiros cayó en manos del enemigo por la vil traición de un primo rival que, ¡gracias a Dios!, aún escribe con faltas de ortografía.
El hecho es que subí contrito y cabizbajo al cadalso a recibir la pena máxima: cuarentaitantos latigazos que me hicieron hervir la sangre no precisamente de pasión
El hecho es que subí contrito y cabizbajo al cadalso a recibir la pena máxima: cuarentaitantos latigazos que me hicieron hervir la sangre no precisamente de pasión. En el Código Penal de mi padre estaba claramente estipulado que mis catorce años no eran edad suficiente para aventurarme en los lances de Cupido. Y, aunque esa vez Marte venció a Venus, no fue para siempre. Pero la historia perdió un Casanova nato, cuyas aventuras hubieran sido la delicia de generaciones.
Y así, entre tanda y tanda, iba pasando la vida entre el terror y la zozobra, porque, por alguna falla cósmica, yo tenía la cabeza muy dura: no podía enmendar los errores que me hacían acreedor a esos contundentes premios en la desdichada rifa de mi necia fortuna.
Mi padre era, evidentemente de la escuela antigua. Alguna vez le oí decir que la letra con sangre entra. Quizá ese haya sido el motivo por el que aprendí a leer en un santiamén a muy temprana edad. Otro de sus postulados era la lacónica ley taliónica: «El que a hierro mata a hierro muere», que me aplicaba generalmente cuando pegaba a mis hermanos. Pero lo que realmente distinguía a mi padre de otros padres castigadores y severos era su exquisito sentido de la prevención del delito: a veces pegaba por adelantado, por lo que pudiera hacer cuando él se ausentaba.
Muchos años después de estos cataclismos, y contento de haber sobrevivido, veo en lontananza con cierta ternura lo que antes vi con terror: el estricto cumplimiento del deber de un padre aferrado a sus circunstancias y a su tiempo. Menos mal que no tengo hijos en quienes practicar esa rígida y efectiva disciplina felizmente en vías de extinción. Fuente revista Caretas
Decidió liberarme de la seducción de las aladas musas a trompada limpia. Así, de esta expeditiva manera, la lengua castellana perdió tal vez a uno de sus más preclaros vates