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Se trata de personas que incurren en prácticas delictivas solo al alcance de gente “de posibles” y muy relacionada
Aunque no son nuevas en absoluto, en los últimos años han sido portada de todos los medios tres prácticas delictivas muy concretas y características: corrupción, evasión de impuestos y nepotismo.
Estas actitudes solo están al alcance y, por ello son propias, de personas que, por su situación y relaciones, tienen capacidad y oportunidades para ejercerlas; por supuesto, afortunadamente, solo algunas de las personas que disfrutan de esas favorables circunstancias sociales actúan de tal forma deshonesta, frente a la gran mayoría restante, que adopta actitudes éticas y de respeto a las leyes y a sus conciudadanos.
Dado que no están al alcance de cualquiera, algunos han visto esas prácticas indignas como una meta, un ejemplo a seguir y un camino hacia el éxito, tanto personal, como familiar, en una sociedad que prima el dinero, la fama, a los espabilados y listillos y que no quiere plantearse dilemas éticos. Además, durante mucho tiempo parecía haber impunidad en la práctica y una alta tolerancia, cuando no deseo de emulación: “todo el mundo lo hace”, “si se te presenta la oportunidad y la desperdicias eres tonto”, “eso ‘entra’ en el puesto y es una parte de la remuneración por tu trabajo”, etc.
En el caso de la corrupción, se ha tratado de una práctica consentida y apoyada, cuando no promovida, por algunas empresas y por ciertos representantes de los poderes y administraciones públicas: “Dios nos ponga donde haya”; “al amigo el favor, al enemigo la Ley”
La costumbre, muy extendida, y considerada normal, de los regalos a los clientes o a los empleados de las empresas, públicas y privadas, y de los organismos públicos, ha sido una de las puertas tradicionales a la corrupción y las irregularidades. En un escenario de esta naturaleza, al final, en la práctica, casi todos los proveedores y contratistas terminarán haciendo regalos, en una escalada creciente de valor, pues la amarga experiencia demuestra, a los que no los hacen, que tienen menos posibilidades de lograr los contratos en licitación. En estas condiciones, los que reciben los regalos prestan más atención al nivel de las dádivas (que no son más que sobornos), y su procedencia, que a las condiciones objetivas del servicio o suministro. Esta forma de actuar encarece los costes de los contratistas y suministradores; encarecimiento que luego, inevitablemente, trasladan a sus suministros y servicios, o, ante la presión de la competencia en precio, detraerán de la calidad de los mismos.
Desde el punto de vista individual es difícil oponerse a esa tendencia, pues, el que no entre al juego, se verá excluido, o, incluso, perseguido, porque estropea el ‘negocio’ a los demás y le tacharán de radical, cuando no de resentido y envidioso, y, en todo caso, de poco avispado: “si no lo haces tú, lo va a hacer otro”; no dejes que otro se beneficie de lo que te han ofrecido a ti”, “tu solo no vas a cambiar el mundo, ni el país”, etc. Por ello, en el mundo empresarial y de la Administración Pública no debería de permitirse aceptar ni el menor de los regalos, por pequeño que sea su valor, pues eso puede abrir el camino a dádivas más importantes (que inducen corruptelas) y predisponer, en todo caso, al que recibe el regalo a favor del que lo realiza, con el consiguiente perjuicio para otros competidores, o simples ciudadanos.
Estas reflexiones hacen surgir un dilema ético en relación a las posibles prácticas de corrupción que podrían ser realizadas por algunas empresas españolas cuando compiten por contratos en otros países, sobre todo aquellos que son pobres y remotos; parece extremadamente complicado evitarlas, si se quiere competir, pues ciertas empresas de otros países desarrollados realizan operaciones basadas en prácticas de corrupción, aunque, hipócritamente, todos esos países, declaran luchar contra el soborno. Se trata, por tanto, de una asignatura pendiente, que requiere un decidido rearme ético y moral del comercio internacional. No está mal, no obstante, empezar por la propia casa, impidiendo que las empresas de otros países realicen prácticas corruptas en el nuestro, persiguiendo, con toda la fuerza de la Ley, tanto al corrupto, como al corruptor.
En cuanto a las prácticas corruptas en las que han incurrido algunos políticos, parece imprescindible combatirlas destapando todo lo que se haya robado y, sobre todo, vigilando que no se siga robando más. Los partidos políticos y otras instituciones deben de vigilar, de forma diligente y eficaz, a sus cargos, de cualquier nivel. Esta vigilancia debería de llevarse a cabo con carácter general y en tiempo real, evitando, como ha sido práctica habitual hasta ahora, realizar solo controles de inspiración política y a posteriori. Estos controles, normalmente, se suelen centrar solo en los representantes de los otros partidos, que acostumbran a ser, por lo general, los partidos salientes después de unas elecciones. Los políticos condenados judicialmente por corrupción deberían de ser inhabilitados de por vida y obligados por la ley a devolver hasta el último céntimo de lo robado (más los correspondientes intereses y, naturalmente, multas, en su caso).
Un corrupto, sea político o no, es un delincuente absolutamente insolidario, que no puede tener justificación alguna y, por tanto, no debería de ser disculpado por nadie, por ello, sean cuales sean las ideas que apoye el corrupto, éste debería de ser considerado un indeseable, incluso por sus propios correligionarios, políticos o de cualquier otra naturaleza.
En relación con la evasión de impuestos, lógicamente, su atractivo es mayor para aquellos que, por su nivel de ingresos, vienen obligados a contribuir con cantidades más importantes; además, normalmente, ésta figura delictiva suele estar ligada a la evasión de capitales hacia paraísos fiscales y a la realización de operaciones comerciales o financieras con dinero negro.
Por fortuna, cada vez más, la sociedad española rechaza tales prácticas y, lo que es más importante, a los que las ejercen
Los que no pagan los impuestos que les corresponden de acuerdo con las leyes, que nos obligan a todos por igual, son claramente insolidarios, pues se benefician de los servicios públicos, que se ofrecen gracias a los impuestos de los que sí los pagan, y, los evasores, no contribuyen al funcionamiento de las entidades que los prestan, reduciendo el nivel posible de tales servicios y perjudicando a todos sus conciudadanos y compatriotas.
Respecto a aquellos que justifican sus prácticas de evasión de impuestos por no estar de acuerdo con la política del gobierno que los gestiona, en una democracia, naturalmente, podrían de irse del país, pero, mientras están en él, han de pagar impuestos, como los demás ciudadanos y, si no lo hacen, además de delincuentes, son insolidarios.
Por supuesto que, normalmente, los sistemas impositivos suelen estar diseñados de tal forma que paguen más los que más tienen, pero, además, es fundamental que no presenten ‘fisuras’ que puedan facilitar oportunidades para evadir las obligaciones tributarias, en particular a aquellos que cuentan con más recursos para pagar a expertos que busquen formas de bordear las leyes para evitar el pago de lo que sería justo. Estas situaciones, si se producen, son, en sí mismas, tremendamente injustas, pues las personas de menor nivel económico no tienen esa capacidad de bordear las normas y contribuyen de acuerdo con las leyes; de esta forma, en muchas ocasiones, la progresividad de los impuestos, en la práctica, desaparece, y los más ricos pagan porcentajes ridículos comparados con los que soportan las clases medias y con lo que estipula la legislación tributaria.
En cuanto al nepotismo, que suele ser también una práctica bastante generalizada, aparte de la injusticia que lleva implícita, deteriora el funcionamiento de la empresa u organización en la que se sufre su práctica.
En efecto, al no basarse la asignación de personas a puestos en criterios objetivos de preparación y mérito, sino en la relación de los ‘padrinos’ con el beneficiado, en ocasiones, el que ha recibido el puesto trata de agradar al que se lo proporcionó, en contra de los interés de la empresa y de la calidad del trabajo; eso, cuando no se siente obligado a devolver el favor, colocando a algún protegido de su protector, sin más mérito que esa misma relación, lo que aumenta la dimensión de la anomalía, mediante una especie de reacción en cadena.
Como es fácil de comprender, estas situaciones suelen dar lugar a una espiral de insatisfacciones y frustración que degrada la vida empresarial, desmotiva a los que se basan en principios éticos y puede incentivar a más personas a cultivar ese tipo de relaciones, en lugar de intentar perfeccionar su capacidad, preparación y valía profesional.
Parece evidente que cuanto más alto es el nivel que ocupa una persona en la escala social más reprobables y punibles son sus actuaciones deshonestas, porque defraudan la confianza que la sociedad ha depositado en ellos y porque, debido a su posición, deberían de exhibir un comportamiento ejemplar, digno de ser imitado; al no comportarse correctamente, éstas personas están dando un mal ejemplo que podría inducir a otros a intentar emularles y que ofrece una justificación a aquellos que buscan autoconvencerse de que es razonable la práctica de comportamientos poco éticos, con argumentos del tipo: “todo el mundo lo hace”, o, “si lo hacen estas personas, ¿por qué no voy a hacerlo yo también?”. Por ello, las leyes deberían de contemplar, para este tipo de delitos, castigos cuya dureza esté en consonancia con la relevancia social de los delincuentes.
Para revertir la tendencia a la práctica del tipo de delitos objeto del presente artículo y lograr mejoras duraderas y progresivas, es imprescindible educar a una generación completa en la cultura del esfuerzo, la honestidad y la honradez; estos son los valores adecuados para que se implanten y perpetúen la visión y el sentimiento éticos. Hay que desterrar los aspectos culturales subyacentes en frases como: “quien roba a un ladrón tiene 100 años de perdón”, o, “lo importante es que no te vean” [actuar mal] (vale decir, que no te descubran si delinques); es decir, se deben de potenciar las actitudes que conducen a proponerse, por sí mismo, actuar de la forma correcta (hacer lo correcto), pues, en caso contrario, es muy fácil autoconvencernos de que estamos siendo deshonestos con quien también lo es y, por ello, nos está todo permitido.
De todas formas, por fortuna cada vez más, la sociedad española rechaza tales prácticas y, lo que es más importante, a los que las ejercen, y parece que crece el número de voces que claman en el sentido de que se necesita un rearme ético en todos los ámbitos de la vida pública y privada y que la justicia, que ya ha empezado a actuar, intensifique su tarea, poniendo de manifiesto que no existe en absoluto la impunidad que parecía percibirse en otros tiempos, desafortunadamente, no tan lejanos.