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No estamos en un país laico ni aconfesional

10/02/2016 18:00 0 Comentarios Lectura: ( palabras)

Aunque no cabe duda de que la presencia de la Iglesia católica en la vida pública española se ha reducido de forma significativa, no es menos cierto que su influencia en la actividad institucional es todavía manifiestamente mayor de lo que sería razonable en un Estado democrático moderno

La Constitución Española de 1978 en su Título I. De los derechos y deberes fundamentales, Capítulo segundo. Derechos y libertades,  Sección 1.ª De los derechos fundamentales y de las libertades públicas,  Artículo 16, establece:

1.Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.

“2.Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias.

“3.Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.”

La Norma fundamental, una de cuyas finalidades esenciales, según se declara en el segundo párrafo de su Preámbulo, es “Garantizar la convivencia democrática…” y, hay que suponer, pacífica, entre los españoles, dispone, entre otras, las tres condiciones anteriores, que, evidentemente, no constituyen una declaración de laicidad o aconfesionalidad del Estado español.

No obstante, incluso con esa redacción, la Constitución deja abierta una puerta a un camino que podría haber conducido a una progresiva desaparición de la presión confesional sobre los ciudadanos. Sin embargo, casi 40 años después de la proclamación de la Constitución Española de 1978, y desde un punto de vista objetivo, se puede afirmar que España está aún lejos de poder ser considerada como un Estado libre de la influencia significativa de la Iglesia católica en aspectos en los que, en un estado democrático moderno, tal influencia no tiene razón de ser.

Aunque no cabe duda de que la influencia, que llegó a ser asfixiante, de la Iglesia católica en la vida pública española, afortunadamente, se ha reducido de forma significativa, no es menos cierto que tal influencia, sobre la actividad institucional española, es todavía manifiestamente mayor de lo razonable. Sirva como evidencia de ello la propia redacción del artículo 16 de la Constitución.

Para centrarnos en un aspecto concreto; no parece razonable que los desfiles, procesiones y otras manifestaciones públicas, de la Iglesia católica u otras confesiones, deban de ser asumidas por las autoridades civiles a título institucional.

Por la misma razón, en las celebraciones religiosas de cualquier confesión no se ha de contar “de oficio” con la participación de las autoridades políticas o administrativas en su condición de representantes públicos. Por supuesto que estas personas pueden ser invitadas, pero a título particular, como deferencia, si se quiere, porque son autoridades, pero no deben de asistir en razón de su representación institucional, sino en razón de la atención que con ellos tienen los organizadores de la celebración de que se trate.

En un Estado democrático, las celebraciones oficiales y las fiestas públicas no deberían de estar relacionadas con acontecimientos ni conmemoraciones ligadas a ninguna religión en particular. Las personas de cada confesión pueden, naturalmente, celebrar sus festividades religiosas, pero éstas no deberían de tener el carácter de ceremonia institucional. Sin embargo, esta no es la práctica que se ha venido manteniendo hasta ahora en España, en relación con las conmemoraciones de la Iglesia católica.

A lo largo de los siglos, en todo el planeta, se han sucedido celebraciones, festividades y ritos conectados con los solsticios y los equinoccios. En todos los pueblos y culturas, tanto los solsticios de invierno y de verano como los equinoccios de primavera y de otoño han sido reverenciados como los puntos cardinales en la brújula del año y se han relacionado, con un profundo simbolismo, en incontables ritos y ceremonias, basados en tradiciones ancestrales. Tales celebraciones han estado, desde siempre, relacionadas con los fenómenos climáticos y astronómicos, que, sin ninguna duda, eran jubilosamente festejados por los antiguos pueblos, profundamente supersticiosos ante las fuerzas poderosísimas de la Naturaleza, y sus, para ellos, durante muchos siglos, incomprensibles ciclos.

El solsticio de invierno, la noche más larga del año, ha sido, y es, un momento de culto para infinidad de civilizaciones. Es el tiempo en el que celebrar que los días, por fin, habían dejado de acortarse, alejando así el temor a la llegada de una noche sin fin. En todas estas tradiciones están presentes conceptos como: descanso antes del despertar (primavera), renacer interior, la llamada al ‘nuevo’ sol y la acumulación de energía para los días fríos.

El año nuevo se celebraba durante varios días a partir del solsticio de invierno (las noches más largas) hasta que se hacía patente que los días empezaban a alargarse otra vez, con lo que renacía la esperanza de salir de la oscuridad y los fríos del invierno y volver a los cálidos y luminosos días del verano.

Otras celebraciones, como la que, andando el tiempo, llegó a ser el Carnaval, estaban ligadas al “paso del ecuador” del invierno, la estación más inmisericorde.

El equinoccio de primavera ha sido una fecha elegida durante miles de años para pedir abundancia, siempre se hizo en relación con las cosechas, y sugiere un poderoso “seguir adelante”. La nueva energía de la primavera invita a ahondar en lo productivo, en la creación, en la imaginación y en la vida.

El solsticio de verano es un tiempo para renacer y para renovar. Los agricultores daban gracias por las cosechas y las frutas… y se permitían entregarse a la diversión en fiestas y festivales.

Es sobradamente conocido, cómo la Iglesia, ya desde sus primeros tiempos, se fue adueñando de las costumbres existentes en los pueblos que se iban incorporando a sus doctrinas, y que tenían sus propias tradiciones ancestrales. Tales tradiciones y festividades fueron rápidamente calificadas de “paganas”, pero, como es muy difícil cambiar el paso a la gente, la Iglesia cambió la motivación y el significado de esas celebraciones, adaptándolas a sus propios simbolismos, manteniendo, aproximadamente, las fechas; apropiándose, así, de ellas. Con el transcurso de los siglos, y la presión generalizada sobre la población, logró la Iglesia que se olvidase el sentido original de todas aquellas celebraciones.

A la vista de lo anterior, es sencillo comprobar cómo las principales celebraciones cristianas siguen esas pautas. Navidad y año nuevo, corresponden al solsticio de invierno. Semana Santa, coincide con la llegada de la primavera.

Para “fagocitar” las celebraciones paganas con ocasión del “paso del ecuador” del invierno, la Iglesia incorpora el Carnaval y lo liga al principio de la cuaresma, como preparación de la Semana Santa (equinoccio de primavera).

El origen de la celebración del Carnaval parece proceder de las fiestas paganas.

[Wikipedia] “Según algunos historiadores, los orígenes de esta festividad se remontan a las antiguas Sumeria y Egipto, hace más de 5.000 años, con celebraciones muy parecidas en la época del Imperio romano, desde donde se expandió la costumbre por Europa.

Los etnólogos encuentran en el carnaval elementos supervivientes de antiguas fiestas y culturas, como la fiesta de invierno (Saturnalia), las celebraciones dionisíacas griegas y romanas (Bacanales), las fiestas andinas prehispánicas y las culturas afroamericanas.

Los festejos promovidos por las autoridades administrativas no se deben de asociar institucionalmente una determinada tradición religiosa

A comienzos de la Edad Media la Iglesia católica propuso una etimología de carnaval: del latín vulgar carnem-levare, que significa 'abandonar la carne' (lo cual justamente era la prescripción obligatoria para todo el pueblo durante todos los viernes de la Cuaresma). [Wikipedia]

Hay, además, toda una constelación de fiestas menores, asociadas a acontecimientos de la tradición cristiana para “neutralizar” otros festejos paganos ancestrales, ligados, como todos, a los ciclos de las estaciones; por ejemplo San Juan: solsticio de verano.

En esta línea, la relevancia que la Iglesia católica otorga al mes de mayo no es sino una muestra más de lo anterior, ya que las ‘mayales’ o ‘festividades de los mayos’ tienen un origen ancestral. Celebran la primavera y el florecimiento a través de rituales muy antiguos que se remontan a los fenicios.

El secuestro del significado de las festividades y celebraciones que han tenido lugar, desde la más remota antigüedad, es solo una más de las actuaciones de dominio que, desde sus orígenes, ha venido realizando la Iglesia. Estas actuaciones han sido ejecutadas por la Iglesia con la ayuda de los poderes civiles que, en realidad, estaban a su servicio, aunque pocas veces han sido conscientes de ello. Por medio de tales actos, la Iglesia fue imponiendo a toda la población de occidente, a veces a sangre y fuego, sus imágenes, criterios, festividades, ética, tradiciones, etc. Esta imposición se extendía a toda la sociedad y permeaba todos los ámbitos, como, por ejemplo, las teorías científicas: heliocentrismo (Galileo), evolución (Darwin), y el que no quería aceptarla era tachado de subversivo, delincuente y hereje, y sufría las consecuencias: prisiones de la Inquisición, autos de fe, ….

Para avanzar hacia la materialización de la primera frase del punto 3 del artículo 16 de la Constitución Española de 1978: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”, se debería de lograr que, cuando las autoridades administrativas promueven o patrocinan desfiles y cortejos en primavera, invierno o año nuevo, por ejemplo, tales manifestaciones no se asocien institucionalmente a unos acontecimientos concretos de una determinada tradición religiosa, la católica, en este caso, sino a una fiesta “civil” abierta a la ciudadanía en general.

Lo anterior no tiene por qué impedir que una confesión determinada organice, para sus fieles, simpatizantes y los curiosos y turistas que se quieran unir, una “procesión” o desfile “temático”, eso sí, con sus propios recursos, y solicitando los correspondientes permisos administrativos y de seguridad.

Mientras no se entienda esto, algunas personas se seguirán escandalizando por las celebraciones institucionales que no se adaptan al perfil de su tradición religiosa.

Es lo que pasó con ocasión de los recientes desfiles del solsticio de invierno en Madrid y otras poblaciones españolas. Tales desfiles, y su verdadero significado, fueron secuestrados, en su momento, claro, por la cultura de la Iglesia católica, para convertirlos en la “tradicional” Cabalgata de Reyes, de acuerdo con el mecanismo explicado más arriba.

También es manifiestamente criticable el poco tacto de los organizadores municipales, de Madrid y otras ciudades, que trataron de cambiar el paso a la simbología de forma abrupta, cuando lo que deberían de haber hecho era dejar claro que se trataba de recuperar la celebración de una fiesta ancestral, muy anterior en la memoria colectiva de la especie humana a las religiones judeocristianas.

Un ejemplo bastante claro de cómo se puede avanzar hacia la aceptación de esta realidad lo estamos viendo ya. Se trata de la celebración del año nuevo chino y, en menor medida, por su carácter más intimista, del ramadán. Estas fiestas, ligadas a tradiciones de otras culturas, se celebran por sus seguidores y por otras personas, simplemente por diversión, como el año nuevo chino, a sus expensas y sin pretender que su simbología, que ni siquiera conocen muchos de los que participan en ellas, sea tomada como referencia. Para el público en general son una manifestación de tipo cultural, nada más. En este sentido, en principio, estas festividades y sus celebraciones públicas no parecen crear especial rechazo en la sociedad española, aunque, por supuesto, siempre podrá haber algunas personas que las querrán ver como una agresión a las tradiciones nacionales.

Para disminuir las tensiones derivadas de la restitución de su sentido primigenio a las celebraciones más características del año, eludiendo, o, al menos, atenuando,  la oposición frontal de la Iglesia y de sus seguidores más radicalizados, se podría estudiar un calendario racionalizado y sistematizado. Se trataría de establecer semanas de acontecimientos, más que días fijos sueltos. Así, se podría hablar de las semanas del solsticio de invierno, que englobarían las fiestas católicas de Navidad, Año Nuevo y Reyes; la semana del equinoccio de primavera, que englobaría la Semana Santa, etc.

No faltará quien evoque el parecido de esta propuesta con el calendario republicano “Calendrier républicain”, propuesto durante la Revolución Francesa y adoptado por la Convención Nacional, que lo empleó entre 1792 y 1806. El diseño intentaba adaptar el calendario al sistema decimal y eliminar del mismo las referencias religiosas. El objeto era, en parte, básicamente el mismo que el que se acaba de plantear: devolver a las fechas significativas del año su sentido original, liberándolas del simbolismo católico sobrevenido, del que las había revestido la Iglesia.

Puesto que el contexto actual no es el revolucionario y, además, han transcurrido más de 200 años desde la implantación y efímera vigencia del calendario republicano francés, cabe esperar que nadie considere como una opción válida lanzarse a combatir con las armas la eventual puesta en práctica de una solución como la que se sugiere.

Finalizaremos este artículo con unas breves reflexiones:

Está claro que, en general, ninguna iglesia, desde los sacerdotes mesopotámicos, nunca ha querido que ningún país sea laico. De ser así, la clase sacerdotal perdería su influencia sobre la sociedad y, por extensión, sobre cada uno de los individuos que la integran. Es sobradamente conocido que, en ciertas épocas y territorios, la influencia de las iglesias, las que corresponda en cada caso, ha sido, y es, asfixiante.

No está tan claro, sin embargo, por qué no quieren un país institucionalmente laico o aconfesional las personas contemporáneas no ligadas, en términos materiales, a la Iglesia.

Tal vez sea por el miedo irracional a una sociedad laica, miedo que les ha sido inculcado desde la cuna (y ellos a los suyos…), o desde la escuela, que, durante mucho tiempo, estuvo bajo la influencia de la Iglesia. El proceso de adoctrinamiento funcionó, aunque no todas las personas fueran alumnos de colegios religiosos, puesto que, tanto los colegios, como los alumnos, estaban en un Estado, a todos los efectos, católico.

Como consecuencia, cuando la libertad va floreciendo, tímidamente, en esos aspectos, las personas e instituciones que se resisten a aceptar el progreso, incluso el que podríamos denominar meramente vegetativo, ven con escándalo que se intenten permitir otras actuaciones que no sean las de la Iglesia “de siempre” y no están dispuestos a tolerarlas. Por ello, además, tratan de que se sigan imponiendo a todos, en sentido amplio, sus celebraciones y efemérides, y las interpretaciones que las sustentan.

Probablemente, aunque no lo disculpa, ni, mucho menos, justifica, en absoluto, esa actitud de unos cuantos es, en buena medida, responsable de que, una pequeña parte de las personas amantes de la libertad, y que no consideran que la Iglesia deba de perpetuar su atávica influencia sobre el conjunto de la sociedad, reaccionen de forma irrespetuosa con los símbolos de esa Iglesia, que también identifican con los de las personas que pretenden mantener una situación que ya era retrógrada hace cien años.

La buena noticia es que, en la actualidad, podemos constatar que, en líneas generales, la sociedad, el país y las personas, afortunadamente, hemos cambiado y, sobre tener una mente más abierta, la mayoría mostramos más respeto a los que sostienen opiniones e ideas diferentes de las nuestras y, salvo casos excepcionales, desde luego no por ello menos peligrosos y preocupantes, nadie en su sano juicio se plantearía, hoy en día,  recurrir a la violencia para imponer sus doctrinas y puntos de vista.

 


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