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Hugo Chávez, In Memoriam
Autor: Jose García Domínguez Fuente: Libertad Digital
Solo debe cumplirse un requisito para poder afirmar que eso que llaman revolución bolivariana tiene algo que ver con el marxismo: no haber abierto nunca libro alguno de Marx. "Un palurdo, un hipócrita, un chambón mujeriego, un botarate, un ambicioso mendaz". Tal que así retrató en su día el autor de Das Kapital a aquel Simón Bolívar cuya espada reposa hoy junto a Hugo Chávez en su lecho de muerte. Es sabido, cuando un pueblo adopta una ideología extraña a sus tradiciones nacionales, la desnaturaliza hasta tornarla por entero irreconocible. No otra cosa ha ocurrido con el sui generis espartaquismo de Chávez. Y es que, como bien señaló Enrique Crauze en El Poder y el delirio, acaso la autopsia intelectual más lúcida que se ha realizado sobre el caudillo moribundo, Chávez nunca perteneció al árbol genealógico del marxismo ni tampoco al más amplio del socialismo. Tanto para lo uno como para lo otro, le faltaron lecturas y le sobró testosterona. Lo suyo era otra cosa. Un revolucionario verdadero interpretaría la realidad en términos de lucha de clases, al modo de un proceso dialéctico regido por fuerzas colectivas, impersonales, siempre anónimas. La cosmovisión de Chávez, en cambio, estuvo mucho más influida por los cómics de la serie Marvel que por los epígonos iconoclastas de Hegel. Un asunto, el de esa creencia suya en los héroes providenciales señalados por el destino para redimir a su pueblo, que remite su verborreico populismo a la más genuina tradición fascista. El resto lo puso esa incontinente charlatanería cuartelera suya, quintaesencia tropical de la mejor definición que nunca se haya hecho de la demagogia política, esto es, la prédica de doctrinas que se saben falsas a un público que se sabe ignorante. Una astracanada de continuo en las lindes del surrealismo que acabaría triunfando porque, tal como Gabriel Zaid sostenía sobre México, en Venezuela "la corrupción no era parte del sistema: era el sistema". De ahí que el genuino mentor de Chávez no fuese Castro, sino Carlos Andrés Pérez. Sin el Caracazo, la insensata carnicería que puso broche al nepotismo tecnocrático de C.A.P., el agonizante jamás hubiera pasado de ser otro simple fanfarrón de sala de oficiales. Aunque quién nos iba a decir que Fidel acabaría enterrándolo.