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Por Pío Moa Fuente: Dichos, actos y hechos
La caída de los regímenes marxistas en Europa pudo haber redundado en beneficio de la Iglesia, y algo de eso ha habido. Pero, por una parte, no me parece que la crisis doctrinal haya sido superada, y por otra el fracaso del marxismo no ha abierto los corazones de las masas al cristianismo, sino a una creciente indiferencia y a nuevos acosos por parte de movimientos nacidos en buena parte de la descomposición marxista, como el feminismo, el homosexualismo, el ecologismo, el ultralaicismo, etc. Parece claro que la Iglesia no ha encontrado el camino para superar tal situación, a pesar de significativas correcciones de Juan Pablo II y sus sucesores con respecto a la época anterior.
Parecía imposible el diálogo entre una doctrina espiritualista y la otra materialista; una construida sobre la idea de Dios y otra sobre un ateísmo militante; una sobre la idea del pecado original que sigue contaminando al hombre, y la otra sobre la de una inocencia humana traicionada por razones sociales y económicas las cuales, una vez identificadas y superadas, abrirían paso a una especie de paraíso en la tierra, según letra de la Internacional. Etc. Pero había un punto prometedor de un posible acuerdo: en la doctrina evangélica, la preocupación por los pobres constituye un punto esencial, y el marxismo había encontrado en ellos ("los proletarios") la palanca para una emancipación que muchos católicos, sin llegar a creer en tanta emancipación, podrían interpretar como un estado de mayor justicia social. De hecho se oía a menudo que el fondo de la prédica cristiana era el comunismo, o que Jesús había sido un revolucionario social avant la lettre. Con ese enfoque, el mal radicaba en el "capitalismo" ?sea eso lo que fuere: el concepto exige bastante clarificación?, tanto para el marxismo como para bastantes corrientes católicas. Sospecho que ahí yace la razón del fracaso eclesiástico y de la ventaja marxista. Lo que la Iglesia sostenía como una justicia solo cumplible en el más allá, el marxismo lo concebía como un programa liberador en el acá. El concepto de "los pobres" sonaba muy primario y vago comparado con el más preciso y operativo de "clase obrera" o de "proletariado". La "Teología de la Liberación" ?una de las corrientes, no la única, propiciada por aquel diálogo? otorgaba el concepto de "pobre" un contenido muy próximo al marxista. Las semejanzas aparentes no podían dejar de seducir a numerosos eclesiásticos y católicos de filas, máxime en un tiempo en que prestigiosos economistas afirmaban ?despreciando los hechos?que los regímenes socialistas procuraban más rápido crecimiento económico que los capitalistas (Joan Robinson, por ejemplo, según creo recordar, ponderaba la sociedad de Corea del Norte como un modelo de éxito). En cambio la doctrina tradicional de la Iglesia se asemejaba demasiado a lo que el marxismo tachaba de ideología: un sistema de creencias destinadas a justificar los intereses de las clases explotadoras y a mantener sumisas a sus víctimas con vanas esperanzas ultramundanas. Una vez situado el "diálogo" en ese plano, los católicos dialogantes se veían abocados a dejar sus creencias religiosas en el limbo de la intimidad o al menos de la privacidad, y cada vez más amenazado. Quedaba cuestionado el papel de la religión en las sociedades actuales. Los efectos ?deserción de clérigos, caída en las vocaciones, etc.?son bien conocidos y no hace falta extenderse aquí sobre ellos. La caída de los regímenes marxistas en Europa pudo haber redundado en beneficio de la Iglesia, y algo de eso ha habido. Pero, por una parte, no me parece que la crisis doctrinal haya sido superada, y por otra el fracaso del marxismo no ha abierto los corazones de las masas al cristianismo, sino a una creciente indiferencia y a nuevos acosos por parte de movimientos nacidos en buena parte de la descomposición marxista, como el feminismo, el homosexualismo, el ecologismo, el ultralaicismo, etc. Parece claro que la Iglesia no ha encontrado el camino para superar tal situación, a pesar de significativas correcciones de Juan Pablo II y sus sucesores con respecto a la época anterior.