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Visualizo la pirámide de Maslow cuando escribo sobre algún aspecto relacionado con el existencialismo. No me pregunten por qué. Cierto es que en la universidad nos la metieron por los ojos, hasta decir basta. Para muchos es un dogma, un método para alcanzar la autorrealización. La cúspide de la pirámide, dicen. Oh.
Para alcanzarla hay que satisfacer, en primer lugar, las necesidades fisiológicas, de seguridad y afiliación, íntimamente relacionadas con la irracionalidad. A medida que nos acercamos a la cima, el sentido de la vida y la autoestima hacen acto de presencia para juzgar si nos percibimos como seres realizados. Cansina escalada. Tictac, tictac.
Es de dementes malgastar el aliento en planificar la existencia en despropósitos. Inútil y destructiva, así es nuestra razón. He sido una estúpida al dejarme malherir y confiar, una y otra vez, en deformidades con nombres propios. Es tiempo para matar ilusiones, para digerir que mis ojos jamás se secarán, que jamás dejaré de lloriquear. Pero así exorcizaré demonios y sudaré el veneno de terceros. No obstante, ellos no tienen la culpa. Soy yo quien se encadenó al dolor vital.
Concepto abstracto es la autorrealización y última preocupación para aquellos que diligencian sobrevivir un día más. No puedo evitar mentarlos cuando la jodida metafísica empapa mis palabras, cuando lo retorcido de la psique humana y su exacerbado individualismo me distrae de lo esencial. Opto por recrearme en los momentos de felicidad de mis años. Algunos no han tenido tanta suerte.
Fotograma: ‘ Las vírgenes suicidas’ (Sofía Coppola, 1999).