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Libertad y valentía

14/09/2014 17:30 0 Comentarios Lectura: ( palabras)

Autor: Jesús Silva-Herzog Márquez Fuente: Nexos Desde Benjamin Constant los liberales han dibujado la libertad frente a una sombra que usa la misma palabra. En su conferencia de 1819 contrastaba la libertad moderna con la antigua, enfatizando que la vieja idea no solamente se había vuelto impracticable sino que era también peligrosa. Los antiguos defendían una libertad de participación en lo público, mientras los modernos se refugian en sus placeres privados. La nostalgia de la antigua libertad podría alimentar una nueva servidumbre. Algo parecido dijo Isaiah Berlin en su famosa conferencia de 1958. La libertad negativa no es voz sino resguardo. Quentin Skinner cree que la disyuntiva que plantean Constant o Berlin es inadecuada para comprender las dimensiones de la libertad. No dos: tres nociones de libertad son distinguibles.

libertad

En una conferencia de noviembre de 1997 que dictó para asumir la cátedra de Historia Moderna en Cambridge, Skinner agregó un concepto que los liberales han sido incapaces de apreciar. La libertad precede al liberalismo. No es solamente ausencia de obstáculos para realizar nuestro deseo, sino independencia frente a los otros. A la idea liberal le antecedió la experiencia republicana o, como él la llama, la concepción neo-romana. Skinner encuentra a Berlin poseído por el hechizo liberal. Un embrujo que le impide asomarse al mundo fuera del marco hobbesiano. En efecto, el biógrafo de las ideas seguía subyugado por la fórmula de Hobbes que, de una u otra manera, ha definido los contornos de la palabra: la libertad es ausencia de impedimentos externos. La libertad como el espacio donde la ley calla. Hobbes impuso una hegemonía conceptual. Si bien lo recordamos como el constructor racional de la monarquía absoluta, fue quien acuñó la noción liberal de la libertad. Ahí, en el Leviatán, estaba la semilla de la libertad moderna o negativa, afirmándose contra la otra libertad, la libertad republicana que Skinner identifica y reivindica.

El historiador trabaja con pincel seco para desempolvar las palabras, quitarles el lodo de los siglos y restituirles el color original. El historiador debe imaginar la idea nadando en su lago original, ponerla en contacto con los eventos de su tiempo y escucharla en su conversación. Para comprender la vida de las ideas es indispensable conjurar el embrujo ideológico, escapar (en la medida de lo posible) del lenguaje del presente y sumergirse en la historia. Entendida de ese modo, la historia no responde nuestras preguntas; es el mejor cuestionamiento de nuestras certezas.

La historia de la teoría política se ha empeñado en construir un canon. Un estante de libros clásicos que ofrecen respuestas a las preguntas perpetuas. Aristóteles, Santo Tomás, Rousseau y Gramsci respondiendo las inquietudes de todos los tiempos. A fin de cuentas, la teoría política sólo ha ensayado respuestas nuevas a las preguntas de siempre. ¿Por qué obedecemos? ¿Se justifica la rebelión? ¿Cómo se escribe la ley? ¿Quién manda? La lectura convierte a los clásicos en asesores de abolengo para la campaña electoral. Sabios que, en realidad, no le hablaban a los suyos sino a la posteridad. Pensadores que se sabían material de libro de texto. Contra esta tortura al proceso de pensar la política se ha rebelado Quentin Skinner desde hace más de cuarenta años. Quienes creen que todos los siglos hablan el mismo idioma, quienes creen que la historia es apenas transformación del decorado se atreven a ese abuso de las lecturas canónicas. Pero bajo la reverencia a los grandes clásicos se esconde una grotesca manipulación intelectual: convertir el texto en un guiñol que se mueve al capricho del lector. El clásico se vuelve así el texto más adulterado, el mensaje más descompuesto, el discurso más falsificado. Al leer los clásicos leemos la rapiña de sus saqueadores. No se lee al clásico: se le usa como taburete. Esa historia se convierte en un cuento de ideas que nadie pensó realmente.

A oxigenar la vitalidad del pensar político se ha dedicado Quentin Skinner en Cambridge. Una recopilación de sus trabajos en tres volúmenes titulada Visiones de la política comienza precisamente con sus ensayos sobre el método en la historia del pensamiento político. Su trabajo más importante se titula Significado y entendimiento en la historia de las ideas. No hay comprensión sin contexto. ¿Qué trata de decir un autor cuando escribe? ¿A quién se dirige? ¿Contra quién piensa? ¿Qué propósito tiene? ¿Qué hace al escribir? Adentrarse en su vocabulario y en su circunstancia nos exige apartarnos de nuestro presente. Vestirnos, como hacía Maquiavelo al escribir, con la ropa de los antiguos para escucharlos, no para hacerlos decir lo que nos conviene. John Locke estaba preocupado por sus temas, no los nuestros. Esta reconstrucción genuinamente histórica de la teoría política supone una desacralización de los clásicos a los que no podemos seguir viendo como depositarios de una sabiduría que escapa a las constricciones del tiempo: milagros de la razón que captura lo esencial. Una historia de las ideas políticas que expulsa la circunstancia no es historia, es mitología. Por ello, la primera versión de Significado y entendimiento fue De la irrelevancia de los grandes textos.

Más aún, el decir político es un actuar político. Todo texto político relevante, sostiene Skinner, es más que un texto: una acción. Un tratado sobre el origen del gobierno no pretende solamente esclarecer el pasado: es una intervención en la política. Quizá de manera oblicua el pensador se inserta en la realidad para defender o criticar, para afirmar una tradición o para romper con ella. Al hacerlo, modifica los territorios del poder, redefine o refuerza los espacios del mando y la rebeldía. La teoría política es política. Las ideas, los conceptos, la narración histórica o la elucubración filosófica conforman, a fin de cuentas, el vocabulario de la legitimidad. Ese lenguaje demarca el territorio de lo aceptable o, incluso, de lo concebible. La teoría política traza las fronteras normativas de nuestra vida. Parafraseando a Keynes podría decirse que tal vez somos esclavos de un difunto teórico de la política.

Por eso le inquieta a Skinner que la ceguera de Berlin sea la ceguera de nuestro tiempo: Hobbes definiendo el significado de la libertad. Vale limpiar el baúl romano y desempolvar sus nociones. La libertad para ellos no era solamente la ausencia de interferencias; sino, ante todo, independencia frente a los caprichos o, incluso, la benevolencia de otros. Para la plenitud de la libertad era indispensable el autogobierno. La arqueología de Skinner esculpe una libertad republicana que se ejerce principalmente en el ámbito público. Una libertad audaz, musculosa, pública. Frente al servilismo del cortesano, pintado frecuentemente como eunuco, el ciudadano libre sale a la plaza y encuentra, en la libertad de todos, la suya propia. La libertad es valentía, no comodidad.

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Skinner ocupó la silla de Cambridge en la que se sentó Lord Acton. Pocos académicos contemporáneos han explorado la historia de las ideas políticas con su erudición monástica, su curiosidad detectivesca, con su pasión polémica. Skinner no es un académico apresurado. Podrá dedicar páginas a examinar un libro anónimo publicado en 1220 que nadie ha vuelto abrir en siglos. Skinner se adentra a los textos apolillados porque capturan un clima cultural, un ambiente de ideas, un régimen de convenciones filosóficas.

Su historia de la teoría política es, en buena medida, la historia de los textos menores, los ensayos olvidados, los tratados menospreciados. Lo han acusado de ser un anticuario de las ideas. Es simplemente un historiador genuino. No le atrae la biografía, explora los intrincados vericuetos del pensamiento político o, quizás sería mejor decir: de su lenguaje. La palabra es un registro fijado en el tiempo. No puede comprenderse el mensaje de Maquiavelo en El Príncipe si no se rehabilita de algún modo el sistema de significados al que pertenece. Sólo así puede apreciarse su acidez y su ironía. Hugh Trevor Roper llegó a pensar que Hobbes fue una eminencia solitaria, un pensador "sin ancestros ni posteridad". Así lo podrían entender quienes están atrapados por los esquemas. Nada tan absurdo como eso: Hobbes no brotó de la nada. Discutió con su tradición, se enfrentó a su tiempo con los instrumentos literarios y filosóficos que tenía a la mano. Pero no se confundan, dice Skinner: la gran influencia de Hobbes no fue Descartes. A Hobbes hay que leerlo en la gran tradición de Erasmo y de Rabelais.

Una forma de entender el método de Skinner es adentrarse a su fascinante lectura de los frescos de Siena. Del siglo XIII a mediados del siglo XIV afloró una riquísima literatura en Italia para defender las virtudes del gobierno popular. Muchos filósofos participaron en el debate sobre los méritos de la república pero ningún texto se compara en profundidad y elocuencia con el mural que Ambrogio Lorenzetti pintó entre 1337 y 1339 en los muros del Palacio de Siena. Quien quiera entender las bondades de ese régimen y contrastarlo con las miserias de la tiranía, bien podría dejar los libros para apreciar las alegorías que tapizan esas paredes. Una compleja teoría constitucional expresada artísticamente. En los frescos se desarrolla la teoría del gobierno republicano mejor que en cualquier manifiesto o tratado político: el sitio de la paz, la importancia de la justicia, la igualdad y de las virtudes cívicas; la promesa de la gloria. Skinner recorre los muros centímetro a centímetro: identifica el mensaje de su iconografía, descifra el significado de los símbolos y la carta de sus colores. Hay una mina de ideas detrás de cada personaje del fresco. El conjunto resulta un manifiesto por el régimen de los ciudadanos que se enfrenta a la desolación de la tiranía.

Ninguna lectura marcó tanto a Skinner como La historia de la filosofía occidental de Bertrand Russell. Leyó el libro como adolescente y lo impactó por la pasión con la que bordaba el universo de las ideas. Russell no exponía las nociones filosóficas con frialdad sino con deleite y devoción. Exponía sin ocultar sus afinidades y antipatías. Quizá ahí escuchó la primera llamada de su vocación: revivir las ideas políticas. Pero revivirlas es apreciar su ciclo, su tiempo; nunca abusar de ellas para servirnos. Quentin Skinner, el erudito, no se describiría como un intelectual público. Frente a otros teóricos del republicanismo como Petit o Viroli que encuentran en el legado maquiaveliano un repertorio para renovar la política contemporánea, el profesor de Cambridge se resiste a usar las ideas que estudia. El académico rechaza la figura misma del intelectual: esas personas que se convierten en máquinas de opiniones terminan diciendo tonterías o revelando su ignorancia. Su ambición ha sido agregarle pies de página a la historia del pensamiento político.

Sin embargo, a pesar de que no veremos nunca a Skinner escribiendo apresuradamente sobre el último discurso del primer ministro, o atacando en la prensa a sus enemigos intelectuales, no es difícil encontrar el mensaje del historiador a sus contemporáneos. Hay escapatoria al triste imperio de Hobbes que nos aísla en el precario albergue de lo privado. Es la comunidad, la república, la libertad de los valientes.

Jesús Silva-Herzog Márquez. Profesor del Departamento de Derecho del ITAM. Entre sus libros: La idiotez de lo perfecto y Andar y ver.

Twitter: @jshm00 http://blogjesussilvaherzogm.typepad.com/


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