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Autor: Karen CancinosFuente: Siglo 21 (Guatemala)
Esta semana, en la 43 Asamblea General de la OEA que se llevó a cabo en Antigua Guatemala se aprobaron las llamadas "Convención interamericana contra el racismo, la discriminación racial y formas conexas de intolerancia" y "Convención interamericana contra toda forma de discriminación e intolerancia". Suenan parecido. Los textos de ambas son también muy similares. Y es que las dos constituyen un monumento a la vacuidad pomposa que caracteriza esas costosas fiestas de y entre políticos.
El entusiasmo del canciller Fernando Carrera por lo que llamó "adopción de dos importantes instrumentos", se vio atenuado por el anuncio del presidente Pérez Molina de "las reservas del caso" por parte del gobierno guatemalteco. Reservas más que necesarias ante lo que esos mamotretos pretenden. Vea por ejemplo lo siguiente, tomado de la mencionada "Convención interamericana contra el racismo...":
"CAPÍTULO III. Deberes del Estado. Artículo 4. Los Estados se comprometen a prevenir, eliminar, prohibir y sancionar, de acuerdo con sus normas constitucionales y con las disposiciones de esta Convención, todos los actos y manifestaciones de racismo, discriminación racial y formas conexas de intolerancia".
¿Qué hay de malo en ese texto?, dirá usted. Total, los guatemaltecos andamos afanados en nuestros quehaceres diarios, que no se resumen precisamente en la búsqueda de ocasiones de ejercer el racismo, insultando al prójimo o denigrándolo porque nos cae mal o simplemente porque no se nos parece. Pero la verdad es que sí hay un problema con ese texto, y es su contexto, es decir, la convención entera. Observen cómo define la intolerancia: "es el acto o conjunto de actos o manifestaciones que expresan el irrespeto, rechazo o desprecio de la dignidad, características, convicciones u opiniones de los seres humanos por ser diferentes o contrarias. Puede manifestarse como marginación y exclusión de la participación en cualquier ámbito de la vida pública o privada de grupos en condiciones de vulnerabilidad o como violencia contra ellos" (las cursivas son mías).
Esto es monstruoso. Si se nos penalizará a los columnistas –con la supresión de espacios y con cárcel– por nuestro rechazo de "convicciones u opiniones" de otros porque son "diferentes o contrarias" a las propias, ¿para qué la prensa? ¿Qué sigue, el cerco a las iglesias cristianas, católicas o evangélicas, porque sus enseñanzas sobre el matrimonio heterosexual y permanente como fundamento de la familia constituyen un mensaje "de exclusión" o "una forma conexa de intolerancia"? ¿Financiarlas se volverá ilegal, y ofrendas, donaciones y actividades de recaudación serán delitos?
Las instituciones sociales, familia y religión entre ellas, se han erigido como tales porque a lo largo de generaciones las personas han favorecido ciertos tipos de conducta y descartado otros. ¿Por qué, entonces, habrían de ser desechadas y, con ellas, el entramado de tradiciones, costumbres y postulados que en ellas subyace? ¿Porque a grupos activistas les disgustan? ¿Porque es políticamente redituable hacer leyes a la medida de intereses sectarios, solo porque quienes los promueven están de moda? El que Pérez Molina haya renunciado a ese rédito habla bien de su inteligencia. Bien por él, aunque todo este asunto, en realidad, apenas comienza.