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02/05/2023

Esa noche de derrota comprendí que el dejar las cuerdas vocales en la tribuna y que el portar con vanidad la playera azulgrana marca la diferencia con otras aficiones, pues la del Atlante se reconoce, de manera honesta, no aduladora de un equipo con triunfos al por mayor

Por: Rubén Salazar Espino

En recuerdo de mi padre.

Era 1976, fue en ese entonces que, a mis escasos 6 años, experimenté por vez primera ese nerviosismo tan especial que provoca mirar jugar al equipo que, sin explicación, ya se ama desde que uno es concebido.

Aun cuando las imágenes mentales que tengo son algo borrosas debido el inevitable desgaste que provoca el tiempo, conservo muy claras aquellas escenas de mi abuelo sentado a mi lado en el sillón de la sala; la enorme televisión de bulbos que reflejaba, en blanco y negro, el vaivén de 22 gladiadores persiguiendo el balón y la imborrable nostalgia de la vieja banderola de color azulgrana que abracé con ímpetu durante 90 minutos. Esa noche, en el Estadio Azteca, el Atlante se jugaba la permanencia en la primera división del fútbol mexicano, su rival era el desparecido club Atlético Potosino.

Debo reconocer que aquel encuentro de balompié me ayudó a admitir el estremecimiento que produce mirar ganar o perder al símbolo deportivo que representa la identidad de cientos de personas.

Entre suspiros de mi abuelo y mis rodillas temblorosas transcurría el encuentro al tiempo que, minuto a minuto, mi corazón aceleraba sus latidos de forma evidente; la adrenalina se incrementaba al punto de percibir como la sangre llegaba a mi cerebro para hacerlo casi explotar. Dichas sensaciones estaban sustentadas en la importancia que encarnaba el que el Atlante saliera airoso de la batalla en curso pero, sobre todo, el incontenible estrés era creado al percibir el sufrimiento que mi padre estaba viviendo sentado en las gradas del “Coloso de Santa Úrsula”. Sí, mi viejo en compañía de algunos tíos había asistido al estadio para, como cada 15 días, hacer sentir la fuerza azulgrana en las gradas. 

El juego estaba por terminar y equipo no acertó a introducir el balón en la portería contraria. Sin piedad alguna el árbitro hizo sonar su silbato para decretar el final de la batalla y, con ello, hacer brotar en mí y en miles de ojos, lágrimas de impotencia pero también de orgullo, es esa rara combinación de emociones que me acompaña hasta el día de hoy y que suelo llamar “Atlantismo”.

Esa noche de derrota comprendí que el dejar las cuerdas vocales en la tribuna y que el portar con vanidad la playera azulgrana marca la diferencia con otras aficiones, pues la del Atlante se reconoce, de manera honesta, no aduladora de un equipo con triunfos al por mayor, en cambio demuestra con transparencia que aquellos que llevamos bordado en el corazón el escudo de “Los Potros de Hierro”, somos incansablemente fieles al equipo.

Llegado a este punto considero oportuno advertir que sin afán de esgrimir una cómoda justificación, la pasión hacia el Atlante no es señal de mediocridad o masoquismo; ese ardor en la sangre es amor puro, sin reservas y sin conveniencia.

Al día siguiente de aquel fatídico evento (infortunadamente no sería el único a lo largo de los años venideros) en la historia del “Equipo del Pueblo”, la portada del periódico deportivo ESTO mostraba la fotografía del rostro lloroso y ensangrentado del mediocampista Crescencio Sánchez, y con el encabezado a 8 columnas: “¡Se fue el Atlante”! Nadie imaginaría que aquella dramática imagen se convertiría en la descripción exacta de lo que es el Atlante, su historia y su afición.

Ante todo lo vivido como aficionado del Atlante, puedo ejemplificar la palabra “Atlantismo” con el recuerdo de la invaluable compañía de mi abuelo frente al televisor; con el caminar orgulloso sujetando la mano de mi padre al entrar al estadio; con los abrazos compartidos con mi hermana, mi sobrino, mi hija y mi hijo al festejar un gol en la tribuna del Estadio Azulgrana y, por supuesto, con la estampa del apurado cervecero que sorteando butacas va surtiendo la cebada para ayudarnos a desbaratar el nudo en la garganta o aclarar, con la ayuda de un sorbo generoso, la voz en vísperas de festejar con poderío el próxima gol en la portería rival.

Por último y a manera de remate a gol, no encuentro mejor manera de dar sentido a este texto que citando ese emotivo coro emanado desde la porra Atlantista y cuya letra dice así:

“¡Les guste o no les guste, les cuadre o no les cuadre, el Atlante es su padre, y si no, chinguen a su madre!”.

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