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LA INTERVENCIÓN EXCLUYENTE. Una reflexión desde el liberalismo
Erick Yonatan Flores Serrano Coordinador General - Instituto AmagiHuánuco
"Cuanto más corrupto es un estado, más leyes tiene". Tácito
Mucho se ha dicho sobre la famosa Ley N°30288, ley que promueve la empleabilidad de jóvenes de 18 a 24 años. Se han escrito un sinfín de artículos y notas sobre la misma, pronunciamientos de diversos colectivos y varias manifestación se ha realizado en todo el país. Fuera del artículo de Alfredo Bullard, titulado "La Juventud Robada" y el de Dante Bobadilla, titulado "Progresismo Pulpin", no he encontrado otros con la misma lucidez y precisión que estos. Y lo que me causa gran sorpresa es que la promulgación de la susodicha "ley pulpin", divida a los liberales en dos bandos, uno que apoya la iniciativa y enarbola un discurso bastante interesante sobre la "formalización" y la oportunidad que significa para un sector de jóvenes bastante grande, y otro, que toma las banderas de la izquierda y manifiesta su enojo por la "alteración" de los "derechos laborales". El panorama es más o menos así, a continuación trataré de dar una lectura muy distinta al común de las voces que se han pronunciado, no seré muy extenso y espero pueda ofrecer una opinión más cercana al liberalismo, doctrina filosófica que he decidido seguir hace bastante tiempo.
Como bien se sabe (ojalá lo supieran todos, lastimosamente no es así...), dentro del liberalismo clásico se tolera la existencia del estado necesariamente limitado para su correcto funcionamiento, un estado reducido a funciones básicas y que llega a ser eficiente en un contexto donde un andamiaje jurídico limite el poder político y, por un lado, el estado de derecho brinde plena garantía de vida, de libertad y de propiedad privada, y por otro, que la economía de LIBRE mercado sea la condición de sostenibilidad dentro de la sociedad. En resumidas cuentas esta es la aproximación más cercana de lo que realmente quiere decir una democracia liberal, un sistema que demuestra evidente superioridad moral frente a cualquier alternativa que surge desde los distintos tipos de colectivismo. Ahora, con el concepto no muy desarrollado pero significativamente claro, toca analizar la ley; y tocaré 2 puntos que, a título personal, todo liberal no debería perder de vista.
En primer lugar, ésta, como todas las leyes laborales fijan estándares estatales, la excusa son los derechos laborales y la bandera es la defensa de las conquistas sociales. Tal y como lo explica Bullard, la intervención del estado en las relaciones contractuales entre empleado y empleador tienen un costo, algunas empresas pueden costear los estándares sin ningún problema pero la gran mayoría, no; las pequeñas y medianas empresas no pueden contra las cargas impuestas por el estado y no tienen otra opción que la informalidad, burlar la ley es la única forma que tienen para salir adelante y conseguir, en cierta medida, sus objetivos empresariales. Aquí el estado, al pretender proteger a los trabajadores, termina creando un privilegio para unos y un perjuicio para otros. Al no poder competir dentro de la formalidad, las empresas obligadas a ser informales terminan siendo limitadas, perdiendo nichos de mercado, alterando su producción, se incrementa el riesgo a la sanción estatal, terminan explotando a sus empleados porque los costos sobrepasan el límite de gasto permitido, recortan personal incrementando la desocupación, y un largo etcétera que tiene marcadas consecuencias dentro de la situación laboral en el país. Y aquí el tema es claro, el costo de la formalidad genera exclusión, mina el camino del emprendimiento y alienta el deterioro progresivo de productividad del país. A todas luces un atentado en contra de la libre empresa y de los individuos.
Esto nos lleva al segundo punto de análisis, aquí es en donde voy a marcar posición frente a la ley y exponer un argumento central más o menos radical. Bien, yo estoy en contra de la ley pulpin, así como estoy en contra de la ley general de trabajo y todo tipo de ley que establezca regulaciones estatales en actividades privadas de carácter contractual. En su libro La Fatal Arrogancia, el ilustre pensador austriaco Friedrich von Hayek, nos decía con claridad que el fracaso del socialismo se basaba en una cuestión central, básicamente hablaba de que las intenciones constructivistas (imposiciones desde el gobierno, entiéndase, el burócrata o burócratas "iluminados" de turno) creían tener la información necesaria para poder orquestar y dirigir la economía de una sociedad, lo cual es tonto; al desconocer de procesos importantes del desarrollo de la sociedad como el orden espontáneo y la información dispersa, es lógico e inevitable que el error en las decisiones sea común, lo triste y lamentable de esto es que los platos rotos que tiran los burócratas los terminamos pagando los individuos, terminamos siendo víctimas de la arrogancia de un siempre desinformado gobernante. Lo que Hayek dice evidencia un problema estructural muy claro, pese a las buenas voluntades, NO es posible que el estado pueda saber con certeza cuál es la necesidad de un individuo, mucho menos de un conjunto de ellos. Esta idea funciona para analizar cualquier ley regulatoria, ¿qué tiene que hacer el estado "regulando" cosas que NO entiende?, pues ¡NADA! Un contrato entre dos partes estipula acuerdos que, tanto empleado como empleador, están dispuestos a cumplir, de lo contrario no hay firma y no se produce el contrato, así de sencillo es. Lo que el estado, a través del ministerio de trabajo tendría que hacer es velar por el fiel cumplimiento del contrato y, de ser el caso, sancionar cuando hay incumplimiento. Su papel tendría que reducirse a fiscalizador mas no a regulador. Si el estado desea proteger al trabajador que escoge libremente intercambiar su fuerza de trabajo y su capacidad por un determinado monto, pues que se limite a velar por el cumplimiento del contrato, ¿quién es el estado para fijar regulaciones previas como salarios mínimos, seguros sociales y demás condiciones laborales?, estas no son más que ataduras viciadas que estandarizan la mediocridad y cercenan el mérito y la productividad. Entonces, el argumento liberal para estar en contra de las leyes laborales pasa por entender la naturaleza de las mismas, al ser intervenciones estatales descaradas en materia económica, son una falta de respeto al laissez faire, la base económica indiscutible del liberal clásico.
El artículo de Dante Bobadilla marca el camino a seguir, desprendernos de las taras mentales que conservamos con emoción, es una vergüenza que la juventud (la mayoría sin ni siquiera haber leído la ley) salga a las calles vulnerando el derecho de libre tránsito de los demás, gritando un montón de tonterías que seguramente ni entienden. Tal cual lo menciona Dante, urge re-estructurar el debate sobre la situación laboral en el país, sentar las bases que permitan tirar al tacho ideas absurdas como el de las "conquistas sociales" y los "derechos laborales". Humildemente creo que no tiene mucho asidero discutir si la ley es buena o mala en función del reclamo que se ha generalizado y que gira en torno a las tontas ideas que acabo de mencionar. Resulta mucho más importante poner en agenda una lectura mucho más juiciosa de la verdadera trascendencia de las leyes laborales que son parte de la manía intervencionista de los gobiernos, y poner sobre el tapete el verdadero problema que generan estas intervenciones, el problema no es la informalidad, el problema es la formalidad que genera informalidad.
Para finalizar quiero aventurar una idea que, a título personal, debería guiar un programa completo en materia laboral. La idea no es mía, le corresponde a Enrique Ghersi, distinguido jurista que en una conferencia desarrollada en la VII Edición de la Universidad de la Libertad, nos decía que en materia laboral se tiene que "desinformalizar a los formales y no formalizar a los informales". Esta idea, muy osada teniendo en cuenta nuestra penosa realidad, es la que debe dirigir todo el escenario laboral en nuestro país. Los argumentos están expuestos, desde el enorme costo de la formalidad excluyente hasta la moralidad de los procesos de orden espontáneo que acompañan la vida en sociedad. Es triste ver como una masa carente de pensamiento salga a las calles sin reflexionar, liderados por oportunistas que se han aprovechado de la coyuntura para levantar sus rojas banderas y enarbolar su lucha de clases. En verdad es desalentador ver un escenario plagado de pastores radicales guiando rebaños inertes.
Sin embargo, esta grave situación en la voluble y vulnerable juventud, a muchos nos llena de energías, nos renueva el compromiso, nos emplaza a seguir dando batalla, porque no solo se presenta como un obstáculo, es el gran reto que tenemos en los próximos años, educar a la población joven y hacerlos inmunes al letal virus del colectivismo ramplón e inculto. Devolverle a la gente la esperanza de vivir en una sociedad mejor depende de muchas cosas, cambios en los paradigmas educativos, reformas políticas de fondo y forma, adaptación selectiva a los cambios tecnológicos y científicos, etc., pero pese a todo esto, hace falta actitud y compromiso, es responsabilidad de los liberales y libertarios, conscientes de la superioridad moral y eficiente utilidad práctica, del liberalismo, asumir el reto de vencer al colectivismo en todos los frentes. Por ahora no es preciso citar la eterna vigilancia de Thomas Jefferson, no nos engañemos, aún no hay nada que vigilar. Cuando la democracia liberal sea una realidad, con orgullo los liberales y libertarios podremos defenderla, mientras no la tengamos, nos queda un largo trajinar. Señores, el balón está, una vez más, en nuestra cancha. ¡Es hora de jugar!