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Autor: Jaime de Althaus
Comenzó atacando al alcalde anterior, que había sido muy popular. Su propuesta era la de una Lima participativa, inclusiva, para todos, una suerte de democracia de bases, sin percatarse de que eso era lo que en la práctica había hecho su antecesor, con las escaleras, los 'clubes' y los hospitales de la Solidaridad. Pronto se vio que las palabras no podían sustituir a las obras, y decidió retomar entonces algunos pequeños proyectos dejados de lado como la construcción de escaleras, por ejemplo.
Su primera obra, la remodelación de La Herradura, la realizó sin resolver el problema de las corrientes que traen las piedras a la playa. Un olón la dejó en ridículo. Su concepción de la Costa Verde, sin inversión privada, es limitada e inconducente. Puso fin al sistema de ejecución de obras por organismos internacionales, pero no lo reemplazó por nada eficiente. A las pocas semanas de iniciada su gestión se derrumbó parte del túnel a San Juan de Lurigancho en construcción, y ya han pasado casi dos años sin haber podido retomar la obra.
Su problema es de ejecución, incluso en la aplicación de la propia filosofía del diálogo participativo. Se vio claro en Santa Anita: la gestión 'autoritaria' de Castañeda, con Cillóniz y Baca a la cabeza de Emmsa, realizaba audiencias públicas cada quince días en La Parada. Los mayoristas estaban aparentemente dispuestos. La gestión de Villarán abandonó esa práctica, alimentó resistencias y al final tuvo que recurrir al uso de la fuerza.
Pero, es cierto, tomó la decisión de hacerlo y terminó imponiendo el principio de autoridad. Ahora deberá completar los servicios en Santa Anita, que tampoco se preocupó en tenerlos listos, y regenerar La Parada y su área circundante, una tarea sin duda compleja. ¿Podrá?
Lo que sí debe reconocerse es que ha emprendido algo que no se había hecho hasta ahora: la reforma del sistema de transporte público, que, como en el caso de la reforma del mercado mayorista, afronta la resistencia de quienes se oponen a la modernización y a la formalización de sus actividades. Esto es mucho más difícil que construir un paso a desnivel o un túnel, porque supone cambiar conductas y afectar intereses de diversa naturaleza, y para eso la municipalidad necesita del apoyo de la ciudadanía, que lo da si ve que hay voluntad y las cosas se hacen bien. En ese sentido, la campaña por la revocación, en la medida en que debilita a la autoridad, ayuda a quienes se oponen a la reforma.
La revocación también está afectando ya la concreción de cinco de las seis iniciativas privadas de megaproyectos viales por 3.350 millones de dólares, que la municipalidad ha acogido inteligentemente como una manera de hacer obra importante sin financiamiento público. Esos proyectos, que aliviarían sustancialmente la circulación interna y sobre todo externa de Lima, ya no se firmarían hasta ver el desenlace.
La mejor revocación es la elección cada cuatro años. Es contraproducente interrumpir una gestión a medio camino, salvo flagrante corrupción o extremada incompetencia y cuando el concejo no actúe. De lo contrario, se convierte en un exceso de la democracia.