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Vuelve a sonar una vez más una grave hora para la gran familia humana… El peligro es inminente

14/09/2009 02:30 0 Comentarios Lectura: ( palabras)

A setenta años del inicio de la segunda guerra mundial, la Iglesia católica recuerda a un pontífice controvertido

pio xii

El 1 de septiembre de 2009, se cumplieron 70 años del inicio de la segunda guerra mundial. Los medios católicos de información dieron cuenta de la nueva edición hecha por el periódico de la Santa Sede de la Carta del Santo Padre Juan Pablo II en ocasión del Quincuagésimo aniversario del inicio de una de las más desastrosas conflagraciones de la historia. Este año, 1939, conmemoró el 70 aniversario de la elección de Pío XII quien, en nuestros tiempos, ha suscitado polémicas, desencuentros y acusaciones infundadas de su supuesto silencio que le incrimina en una colaboración con el régimen nazi que se levantó en 1933.

En su carta, el sucesor de Eugenio Pacelli, Juan Pablo II dice del Papa Pío XII: “…desde su comienzo, el 2 de marzo de 1939, lanzó un llamamiento a la paz, que todos consideraban seriamente amenazada. Algunos días antes de desencadenarse las hostilidades, el 24 de agosto de 1939, el mismo Papa pronunció unas palabras premonitorias cuyo eco resuena todavía: «He aquí que vuelve a sonar una vez más una grave hora para la gran familia humana (...). El peligro es inminente, pero todavía hay tiempo. Nada se pierde con la paz. Todo puede perderse con la guerra. Por desgracia, la advertencia de este gran Pontífice no fue escuchada absolutamente y llegó el desastre…”

Summi Pontificatus, la encíclica programática de Pío XII, publicada en octubre de 1939, quiso denunciar los errores que sumían a Europa en la confusión que desató la guerra. La proclamación del neopaganismo y la instauración de un cristianismo positivo fueron calificados por el Papa Pío como “el nefasto esfuerzo con que no pocos pretenden arrojar a Cristo de su reino, niegan la ley de la verdad por Él revelada y rechazan el precepto de aquella caridad que abriga y corrobora su imperio como con un vivificante y divino soplo..” Tal situación de supremacía y de rechazo a la revelación sería “la raíz de los males que precipitan a nuestra época por un camino resbaladizo hacia la indigencia espiritual y la carencia de virtudes en las almas”.

La época de la violencia y el odio, consideraba Pío XII, sumirían a la población de Europa en las calamidades más atroces e inimaginables. El optimismo de Eugenio Pacelli, no obstante desatada la guerra, podría mejorar la “manera de pensar y de sentir de muchos que, ciegamente confiados hasta ahora en las engañosas opiniones tan difundidas hoy día, despreocupados e imprudentes, pisaban un camino incierto lleno de peligros”.

Peligros que, desde 1933, denunciaron los obispos alemanes al cernirse la persecución y la represión, a pesar del Concordato de 1933 con el Reich el cual, a instancias del gobierno de Hitler, toleraría a la Iglesia, protegiendo su labor y actividad. El antecesor de Pío XII, el Papa Achille Ratti, había advertido de la agresión contra la Iglesia en su Encíclica Mit Brenneder Sorge, gracias a la información recibida de los obispos de Alemania, particularmente de Michael Faulhaber y Clemens August Von Galen, el “León de Münster”.

Para Pío XII, los sistemas totalitarios que negaban la ley moral traían consigo el rechazo de Dios. Al separarse de la doctrina de Cristo, “no advertían que eran engañados por el falso espejismo de unas frases brillantes, que presentaban esta separación del cristianismo como liberación de una servidumbre impuesta; ni preveían las amargas consecuencias que se seguirían del cambio que venía a sustituir la verdad, que libera, con el error, que esclaviza; ni pensaban, finalmente, que, renunciando a la ley de Dios, infinitamente sabia y paterna, y a la amorosa, unificante y ennoblecedora doctrina de amor de Cristo, se entregaban al arbitrio de una prudencia humana lábil y pobre. Alardeaban de un progreso en todos los campos, siendo así que retrocedían a cosas peores; pensaban; elevarse a las más altas cimas, siendo así que se apartaban de su propia dignidad; afirmaban que este siglo nuestro había de traer una perfecta madurez, mientras estaban volviendo precisamente a la antigua esclavitud”.

La violencia de la guerra había olvidado la doctrina de la caridad y solidaridad mostradas por Cristo. El ideal nazi desechó una religión a la cual calificó de débil, femenina y extranjera a lo netamente ario. La familia humana, unida por el amor de Cristo en el Padre, era amenazada por ese rechazo de la caridad que, en el fondo, era la destrucción de la misma esencia humana.

La conciencia de solidaridad fraterna no se opone a los ideales de la patria, “que la doctrina cristiana despierta y favorece, no se opone al amor, a la tradición y a las glorias de la propia patria, ni prohíbe el fomento de una creciente prosperidad y la legítima producción de los bienes necesarios, porque la misma doctrina nos enseña que en el ejercicio de la caridad existe un orden establecido por Dios…”

El Estado alemán había asumido la tarea de educación que le fu arrebatada a la iglesia, adoctrinando a la juventud con el cometido de formar su conciencia en el nacionalismo sostenido por la ideología de la pureza racial. Esta situación, a juicio de Pío XII, no era más que escandalosa y, en cierta forma, criminal: “Y ¿qué escándalo puede haber más dañoso, qué escándalo puede haber más criminal y duradero que una educación moral de la juventud dirigida equivocadamente hacia una meta que, totalmente alejada de Cristo, camino, verdad y vida, conduce a una apostasía oculta o manifiesta del divino Redentor?"

He aquí que vuelve a sonar una vez más una grave hora para la gran familia humana... El peligro es inminente. Pío XII

La disciplina, el orden, el neopaganismo, en los momentos de guerra, fueron espejismos que engañaron a muchos: “la trágica actualidad de las ruinas presentes parece despertar de su sueño a los que seguían dormidos, repitiendo la sentencia del profeta: Sordos, oíd, y, ciegos, mirad (Is 42, 18). Lo que externamente parecía ordenado, en realidad no era otra cosa que una perturbación general invasora de todo; perturbación que ha alcanzado a las mismas normas de la vida moral, una vez que éstas, separadas de la majestad de la ley divina, han contaminado todos los campos de la actividad humana”.

Sin embargo, la salvación de los pueblos sólo viene del interior de las almas: “El orden nuevo del mundo que regirá la vida nacional y dirigirá las relaciones internacionales —cuando cesen las crueles atrocidades de esta guerra sin precedentes—, no deberá en adelante apoyarse sobre la movediza e incierta arena de normas efímeras, inventadas por el arbitrio de un egoísmo utilitario, colectivo o individual, sino que deberá levantarse sobre el inconcluso y firme fundamento del derecho natural y de la revelación divina”.

Las acusaciones del nacionalsocialismo contra la “Iglesia política”, tienen una clara respuesta en la encíclica de Pío XII: “…La Iglesia abre sus maternales brazos a todos los hombres, no para dominarlos políticamente, sino para prestarles toda la ayuda que le es posible. Ni tampoco pretende la Iglesia invadir la esfera de competencia propia de las restantes autoridades legítimas, sino que más bien les ofrece su ayuda, penetrada del espíritu de su divino Fundador y siguiendo el ejemplo de Aquel que pasó haciendo el bien (Hech 10, 38)

La Iglesia, por voz de los pontífices, los obispos y laicos en general, habían advertido en reiteradas ocasiones de las tinieblas que se cernían sobre Europa: “Convencidos como estábamos de que al uso de la fuerza por una parte se respondería con el recurso a las armas por la otra, consideramos entonces obligación de nuestro apostólico ministerio y del amor cristiano hacer todas las gestiones posibles para evitar a la humanidad entera y a la cristiandad los horrores que se seguirían de una conflagración mundial, aun temiendo que la manifestación de nuestras intenciones y nuestros fines fuese mal interpretada. Pero nuestras amonestaciones, si bien fueron escuchadas con respetuosa atención no fueron, sin embargo, obedecidas. Y mientras nuestro corazón de pastor mira dolorido y preocupado la gravedad de la situación, se presenta ante nuestra vista la imagen del Buen Pastor, y, tomando sus propias palabras, nos juzgamos obligados a repetir en su nombre a la humanidad entera aquel lamento: ¡Si hubieses conocido... lo que te conducía a la paz, pero ahora está oculto a tus ojos! (Lc 19, 42).

Las apologías y las acusaciones contra Pío XII aún se presentan en nuestro tiempo. En ese tiempo difícil y de tinieblas, como el lo definió, su ánimo se mostró perplejo por saber hacer lo correcto en bien de la Iglesia y de sus hijos perseguidos en los países ocupados por las tropas del Reich alemán.

Su voluntad, si bien frenada ante las posibles consecuencias que podría traer una intervención directa del Papa en Alemania, había expresado su solidaridad e intervención indirecta que salvó a miles de judíos de los campos de concentración. Pío XII mostró su apoyo a los representantes de las naciones ocupadas. Y como señala Juan Pablo II en su Carta: “El Papa y sus colaboradores trabajaron en ello sin descanso, tanto a nivel diplomático como en el campo humanitario, evitando tomar partido en el conflicto que oponía a pueblos de ideologías y religiones diferentes. En este cometido, su preocupación fue también la de no agravar la situación y no comprometer la seguridad de las poblaciones sometidas a pruebas poco comunes.Escuchemos una vez más a Pío XII cuando, a propósito de lo que sucedía en Polonia, declaró: «Tendríamos que pronunciar palabras de fuego contra tales hechos y lo único que nos lo impide es saber que, si habláramos, haríamos todavía más difícil la situación de esos desdichados”.

Actualmente, la opinión pública considera a Eugenio Pacelli como el Papa de Hitler, cómplice del régimen que asesinó a millones de personas, tan sólo por guardar silencio; sin embargo, Dwight D. Eisenhower, el canciller Raab de Austria, Golda Meier, primera ministra del Estado de Israel y otros líderes políticos y religiosos, lamentaron la desaparición del Pastor Angélico en 1958, en quien reconocieron a un hombre que había alzado su voz por el martirio del pueblo.

El cardenal Giovanni Montini, Paulo VI, diría de Pío XII, de forma categórica, en 1963: “Bajo un aspecto débil y gentil, bajo un lenguaje siempre elegante y moderado, se escondía un temple viril, capaz de asumir posiciones de una gran fortaleza y riesgo…” Así fue Eugenio Pacelli, el Papa Pío XII, a quien algún día la historia le hará la justicia que merece…


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